30 de setembre 2010

Paradojas de la “gestión” de la Salud Mental




















“Gestión”: este es el término que se ha ido extendiendo subrepticiamente desde el mundo empresarial a los ámbitos más diversos de la vida cotidiana. Se habla de gestión de los recursos, de gestión de proyectos, pero también de gestión del conocimiento, de gestión del ambiente y de la cultura, de gestión de la vida familiar. Igualmente se utiliza la expresión “gestión clínica y sanitaria” para designar la acción en las políticas de la salud. Y también se escuchan cada vez más expresiones como “gestión psicológica de la angustia”, “gestión de la vida sexual”, de las relaciones interpersonales… Decididamente, “gestión” es hoy uno de los significantes-amo de nuestra realidad, el significante que gobierna la política que interpreta y a la vez produce la significación de esa realidad. “Gestión” es el significante de lo que debe andar y funcionar según la norma más o menos estadística, la norma con la que se interpreta lo “normal” y que reduce así la singularidad de cada sujeto a la medida que se aparta de ella. La política reducida a la gestión necesita, como si fuera su mejor instrumento, la lógica de la evaluación continuada para justificar su eficacia. Pero la evaluación no es, en realidad, un instrumento, un método de aspecto más o menos científico al servicio de la política reducida a la gestión, sino su ideología más espontánea, tan espontánea que se da por sentada su validez en un acuerdo tácito entre políticos y asesores expertos. La pareja gestión – evaluación se ha convertido así en el recurso mayor frente a los impasses que lo real del síntoma presenta al discurso del Amo.
Este recurso se hace especialmente acuciante y sintomático cuando se trata del ámbito de actuación en las políticas de Salud Mental: cuanto más se “gestionan” recursos y personas en pie de igualdad, más el síntoma se hace escurridizo en su singularidad.
Así nos lo muestra de manera tan franca como opaca a esta lógica el documento publicado el año 2007 por el Ministerio de Salud español, titulado Estrategia en Salud Mental del Sistema Nacional de Salud. El documento traza un recorrido de las políticas de salud mental en España desde 1985, momento en que se elaboró el Informe de la Comisión Ministerial para la Reforma Psiquiátrica, para marcar después las directrices actuales a seguir en el marco europeo.
Sorprende en primer lugar que la autoridad del documento diga sostenerse en una supuesta “unanimidad” de las opiniones de los diferentes sectores y orientaciones implicados en los programas de Salud Mental: “Unanimidad, evaluación y realismo (…) La fuerza de este planteamiento no está en su parte técnica o científica, que también, sino sobre todo en la autoridad que le confiere reflejar una opinión unánimemente compartida. La psiquiatría y la psicología, antaño lastradas por la especulación y la ideología, son ahora materias que basan sus planteamientos en la experiencia y en el método científico” (p. 18). A decir verdad, en este campo hay de todo menos unanimidad, empezando por la propia consideración epistemológica de calificar de científica a la psiquiatría y la psicología actuales, siguiendo por las concepciones clínicas tratadas (sobre la esquizofrenia, los estados depresivos o sobre la misma angustia) y terminando por los modos propuestos para su tratamiento[1]. Digámoslo sin reparos: es precisamente la falta de unanimidad, la diversidad de orientaciones y perspectivas, lo que hace más productiva y finalmente más democrática la realidad de un campo en el que no hay posibilidad de homogenización ni de perspectiva única. Y es resguardando la posibilidad de esta diversidad, especialmente de la diversidad de tratamientos, como se resguarda a la vez el derecho permanente del sujeto a la elección.
¿Cómo podría haber unanimidad, por ejemplo, ante el supuesto ideológico tan gigantesco implicado en el siguiente enunciado cuando es planteado como principio de una política: “Hay datos que revelan una relación estrecha entre el capital social de una comunidad y la salud mental de sus miembros” (p. 20)? La referencia a la recogida empírica de esos “datos” como argumento de cientificidad parecerá pura ironía a un pensamiento mínimamente crítico. Hay quien podría sostener incluso la relación inversa entre estas dos nociones, imposibles de cuantificar por otra parte: a mayor “capital” libidinal acumulado por el sujeto, mayor trastorno y segregación se produce en su vínculo con el Otro social. Un caso de paranoia podría demostrarnos, sin lugar a dudas, tanta verdad científica en esta correlación como en la anterior.
La metáfora económica del “capital social” como signo de buena salud lleva, en efecto, a paradojas insolubles en la defensa ideológica de la “gestión y evaluación de la salud mental”. Entre ellas, la que tiene el mayor interés clínico desde el psicoanálisis: cuanto más se “gestionan” recursos y personas con el criterio prioritario de la eficacia a corto plazo, más el síntoma se hace escurridizo en su singularidad, más retorna de manera insidiosa como segregado por el sistema, más este retorno repetido exige al sistema nuevos recursos. De hecho, el documento mismo no deja de señalar esta paradoja cuando da cuenta de la inflación de recursos cada vez mayor que debe soportar el sistema, denunciando de hecho lo mismo que promueve: “El gasto sanitario ha crecido de forma importante en las últimas décadas. Con el fin de controlarlo, las Administraciones sanitarias han adoptado criterios de gestión empresarial y de mercado, con el riesgo de anteponer la economía a cualquier otra consideración” (p. 30).
Hay que recurrir entonces a otros principios y valores que los económicos, a otras variables que la eficacia y la rentabilidad a corto plazo. ¿Cuáles? Los que la propia ideología de la evaluación promueve como signos de salud mental. La llamada “resiliencia” en primer lugar (p. 75), término técnico con el que hoy se designa el fin último de una terapéutica que promueva esa idea de salud, lo que hace unas décadas se definía de manera más simple como fin de las terapias de modificación de la conducta y que llegó también a una versión degradada del psicoanálisis: adaptación a la realidad. Pero el movimiento circular de la paradoja de la gestión y la evaluación de la salud mental encuentra de nuevo su significación economicista a la hora de justificar su promoción: “La salud mental es un valor por sí mismo: contribuye a la salud general, al bienestar individual y colectivo y a la calidad de vida; contribuye a la sociedad y a la economía incrementando el mejor funcionamiento social, la productividad y el capital social” (p. 74). Es lo que se da en llamar “salud mental positiva” para distinguirla, en una nueva perspectiva, de la que se centraría en el mero tratamiento de los “trastornos mentales”.
En esta nueva perspectiva, la salud, y especialmente la que se califica de mental, no es ya el “silencio de los órganos” con las que el clasicismo de un Claude Bernard la definió, sino un claro objeto de mercado, un plus que, como indicaba Jacques Lacan a propósito de la felicidad, se ha convertido en factor de la política.


[1] Para dar sólo una referencia, de corte tan “científico” como las que se incluyen en el documento, ver: Germán Berríos, Psicopatología descriptiva. Nuevas tendencias, Ed. Trotta, Madrid 2000, así como las recientes críticas de este autor a los métodos de la Evidence Based Medicine.

20 de setembre 2010

« Il n’y a pas de science du réel »









« Il n’y a pas de science du réel »*. C’est la formule énoncée par Jacques-Alain Miller[1] lors du Congrès de l’AMP de 2008 à Buenos Aires. C’est une formule brève, forte, limpide, qui — autant que j’ai pu le vérifier —ne se trouve, telle quelle, dans aucun texte ou séminaire de Jacques Lacan. C’est une formule qui pourra paraître abrupte à une pensée scientiste ou à une épistémologie naïve mais qui s’impose de fait quand on considère un certain nombre de conséquences de la science contemporaine. En effet, qui aurait-il de plus réel en principe qu’un atome, qu’un neurone ou, même, qu’un gêne ? Quoi de plus réel que ces objets dont le savoir de la science soutient son édifice mais qui se montrent de plus en plus tributaires des semblants de la nature ? Il y a, aussi, ce petit bout du réel dont l’inconscient freudien a témoigné avec sa clinique de l’être parlant et qui, isolé à la lumière de la science – il n’aurait pas pu être découvert ailleurs – montrait déjà la cause d’une cécité irréductible dans le sujet de la science.

Ce bout du réel, c’est Jacques Lacan qui l’a repéré comme un impossible logique, comme ce qui ne cesse de ne pas s’écrire dans l’expérience du sujet qui parle et jouit d’un corps. L’effort pour trouver dans la logique et dans le mathème une « science du réel »[2] qui pourrait rendre compte de ce sujet est plus enseignante dans la mesure où il avait conduit Jacques Lacan aux impasses de l’idéal scientifique. La formule « il n’y a pas de science du réel » éclaire ainsi toute la dernière partie de son enseignement si on la repère comme le point de fuite qui ordonne sa perspective.

C’est précisément ce que l’on peut suivre dans le parcours de la place qu’occupe la psychanalyse par rapport à la science tout au long de cet enseignement ; une place et un rapport qui ne sont pas simples, marqués plutôt d’une extimité irréductible. Cette place de la psychanalyse a été successivement située, dans son Cours, par J.-A. Miller de la façon suivante : une place qui va « de celle de science à celle de science conjecturale, puis à celle de science au bord de la science, et puis à celle de formation discursive sur le bord extérieur de la science. »[3]

Cette sorte d’errance de la place de la psychanalyse par rapport à la science va de pair avec la localisation de plus en plus précise d’un réel qui serait propre à la psychanalyse ; un réel qui est en rapport avec le champ de la sexualité et du langage et qui apparaît comme un dysfonctionnement foncier de la jouissance avec le sens pour l’être parlant. Ce réel se distingue de plus en plus de celui que la science croit manier et représenter avec ses appareils — appareils qui, à leur tour, sont toujours dans le champ du langage — comme un réel qui ne cesse de ne pas se représenter et qui n’apparaît que comme un trou dans le champ du savoir, très spécialement comme un trou dans le savoir sur la jouissance et le rapport sexuel.

En fait, le réel que la science croit manier et se représenter est un réel qui a déjà un savoir écrit en lui-même — un savoir écrit par exemple dans le neurone ou bien dans ce qu’on a isolé comme le gène —, un savoir qui ne serait pas un savoir supposé mais un savoir bel et bien exposé, et dont on pourra se demander toujours quel est le sujet qui l’aura écrit. C’est un savoir, il est vrai, qu’on doit quelquefois déchiffrer mais qui est déjà là, prêt à être lu, comme la fausse notion de « code génétique », par exemple, le laisse supposer. C’est une fausse notion parce que ce n’est pas du tout un code, encore moins un langage. D’ailleurs, la notion même de gène comme unité d’information apparaît de plus en plus comme un objet problématique à soutenir par la génétique elle-même.

Dans le champ des neurosciences, la technologie des images obtenues par résonnance magnétique nucléaire fait aussi la promesse de représenter enfin le réel de la pensée, le réel de ses troubles et de ses erreurs dans le sujet qui parle. Et on cherche à isoler dans ces images ce qu’on a nommé les « qualia », ce qui serait l’expérience singulière du sujet, par exemple, l’expérience douloureuse de la douleur. Les « qualia » sont, en effet, l’énigme où les neurosciences d’aujourd’hui pensent localiser le plus réel du sujet. C’est justement ce réel que la psychanalyse repère comme impossible à (se) représenter et qui ne peut être manié et évoqué que par une autre sorte de résonnance, la résonnance que nous appellerons « sémantique » pour y faire résonner à son tour le seul instrument dont la psychanalyse s’arme dans sa pratique.

Dans cette perspective, si la place de la psychanalyse reste dans « le bord extérieur de la science » c’est pour lui indiquer à cette science que ce réel qu’elle croit se représenter — sans d’ailleurs trop penser à la nature même de cette croyance — reste aussi sur le bord extérieur de son champ. « Il n’y a pas de science du réel » voudrait dire ici qu’il n’y a de science que du symbolique et de l’imaginaire, qu’il n’y a de science que des semblants que la nature offre à la lecture de celui qui s’y représente comme sa conscience.

Donc, le réel que la science croit déchiffrer et interpréter, dès sa naissance avec Galilée — et sa nature déjà écrite en langage mathématique — et jusqu’au derniers développements de la mécanique quantique, apparaît de plus en plus comme un réel muet, bien paradoxal et plutôt propice aux désaccords les plus surprenants. C’est à cette croyance que Lacan s’adressait déjà en 1953, dans sa préparation du discours de Rome, en indiquant : « La science gagne sur le réel en le réduisant au signal. Mais elle réduit le réel au mutisme »[4]. C’était l’époque où, en effet, Lacan faisait référence à la linguistique pour essayer de donner un statut scientifique à la psychanalyse et où la (sur)détermination du réel par la structure du langage était le pari à transmettre.

Ce réel de la science est-il donc aujourd’hui aussi mutique que ça ? Disons, qu’à force de ne pouvoir le repérer sur son bord extérieur c’est à son intérieur le plus proche que ce réel fait retour en appelant de nouveaux semblants pour le cerner. C’est dans cet intérieur que, si l’on peut dire, ce réel s’est fait bavard. Et, au regard des débats les plus actuels, cela se fait justement sous les auspices d’une vieille connaissance de la psychanalyse : la conscience, avec ses autres noms plus ou moins mythiques comme celui de « cognition », ou même celui de « psychique » ou « mental ».

La conscience est en effet le nom, l’euphémisme plutôt, de ce qui fait trou aujourd’hui dans l’épistémologie des sciences, dans l’éventail qui va de la physique à cette neuroscience dont le cognitivisme se fait l’idéologie ; une idéologie soutenue justement dans la fausse notion de conscience. Toutes les interprétations proposées aujourd’hui des données fournies par la physique arrivent ainsi à buter sur le mirage d’une conscience qui devrait être là pour produire ce qu’on observe.

D’un côté, pour ce qui est de la part du réel cerné par la physique actuelle on trouve, en effet, ce que les physiciens n’hésitent pas à qualifier de « secret de famille » le plus gardé : il n’y a de réel que dans la mesure où il y a une conscience pour le représenter. Suivant le critère réaliste selon lequel « les faits sont les faits », on doit finir par abandonner ce même réalisme comme le résultat d’une épistémologie naïve. Tel que l’avait avancé Eugène Wigner, prix Nobel dans les années 60 : « Ce n’était pas possible de formuler les lois de la mécanique quantique de façon entièrement consistante sans aucune référence à la conscience »[5], à la conscience comme une entité impliquée dans l’acte d’observation, dans la réalité observée et mesurée jusqu’au point de la faire représentable comme tel et, même, jusqu’au point, nous dit-on, de la faire exister comme un objet. Ce n’est pas aujourd’hui une exception réservée au monde quantique mais une qualité qui devrait s’étendre à chaque recoin de la réalité. « Jusqu’où on peut arriver à le savoir, la théorie quantique est entièrement correcte. Les lois de Newton ne sont qu’une approximation »[6]. La théorie reste donc scientifiquement consensuelle, même si elle fait inconsistant et incomplet tout le reste du système conceptuel.

Bien sur, l’un des critères de scientificité par excellence, la consistance interne et externe de la théorie, reste ici en question de façon manifeste. On pourrait faire les mêmes remarques sur les critères de falsabilité – le principe de réfutation selon Popper - et sur le caractère répétable de l’expérience. En fait, le seul critère qui reste une fois reconnu le siège irréductible de la conscience dans la science, c’est le consensus même de la communauté scientifique qui vient à la place d’un Autre qui n’existait plus. On pourrait rééditer en effet la formule de Rabelais citée par Lacan à plusieurs reprises en faisant équivoque sur le signifiant qui la motive : « science sans conscience n’est que ruine de l’âme »[7]. C’est la conscience morale mais c’est aussi le fantôme qui fait exister cet Autre du consensus.

De l’autre coté de l’abord du réel que les neurosciences tentent aujourd’hui de cerner dans le cerveau, on trouve aussi ce mirage de la conscience comme irréductible, dans la limite de son expérience. Voici un des paragraphes finals de l’une des études de référence écrit par un autre prix Nobel, Gerald Edelman, accompagné du psychiatre Giulio Tononi : «Il y a un point fascinant ici et maintenant qui porte sur l’exhaustivité de l’effort scientifique : la question de si toutes les relations avec signifié au niveau de la conscience constituent des objets d’étude scientifique. Considérons, par exemple, les oraisons avec signifié du langage normal ou, mieux encore, les manifestations poétiques représentées par des humains conscients et avec une expérience sensible. Notre conjecture est qu’ils ne sont pas des objets adéquats à l’étude scientifique sauf dans un sens trivial. Son signifié et sa description reposent dans un grand nombre de règles historiques uniques, dans des multiples références ambigües et, dans le cas d’une déclamation poétique unique, dans un prélèvement comparable à rien ». Et voici donc la conclusion la plus cohérente malgré le paradoxe extrême impliqué : « Il suffit de reconnaître que certains objets à base scientifique ne sont pas des objets appropries à l’étude scientifique ».[8]

C’est en fait une façon de dire aussi : « il n’y a pas de science du réel ». Il faut souligner que Edelman et Tononi ne se comptent pas parmi les plus durs des « localisationistes » dans les neurosciences. Après de très longs essaies marqués par l’échec pour localiser la particularité de la conscience, soit l’expérience subjective singulière, ce qui reste dans le bord extérieur comme irréductible c’est encore ce mirage, ce fantôme de la conscience qui revient une fois de plus comme le support dernier du sujet de la science.

C’est la même question qui persiste et qui s’annonce toujours plus présente dans l’ensemble des sciences. Il n’est pas superflu de rappeler ici l’une des références de Lacan à propos de ce paradoxe de la conscience, paradoxe qu’il avait combattu tout au long de son débat avec la science. Il s’agit du livre de Raymond Ruyer intitulée justement « Paradoxes de la conscience et limites de l’automatisme », évoqué en 1966 dans son Séminaire comme une lecture à ne pas manquer[9]. Cette lecture conduit à la démonstration que la conscience, ça n’existe pas comme objet d’étude individualisable!

Cette conscience, comme l’objet propre de la cognition, est justement conçue par Ruyer comme une surface qui ne s’étend qu’en « absence de bords » : « Notre vie consciente n’est bordée par rien », mirage qui vient à la place de la « surface sujet »[10] qui s’exclut enfin comme objet de la connaissance. Elle n’existe que comme un semblant avec lequel la science recouvre le trou du sujet dans le réel, là où justement il n’y a plus de science du réel.

« Là où la philosophie [et la science] classique invoquait Dieu, la philosophie [et la science] contemporaine invoque la conscience humaine. On peut trouver que cette solution n’est pas plus satisfaisante que l’autre. »[11] Une épistémologie soutenue dans la conscience ne serait donc pas plus satisfaisante que celle soutenue dans l’idée de Dieu, et c’est justement par ce fait que Lacan pouvait affirmer : « Tout ce qui s’énonce jusqu’à présent comme science est suspendu à l’idée de Dieu. La science et la religion vont très bien ensemble. C’est un dieu-lire. »[12]

La science est en effet la « condition native de la psychanalyse », une psychanalyse qui était née comme la fille même des idéaux scientifiques de la physique des temps de Freud.[13] On pourrait dire que dans le cadre des sciences du XX siècle elle a été une fille « respondona », batailleuse, qui faisait objection aux présupposés objectivistes d’une épistémologie qui demande d’ailleurs aujourd’hui à être reformulée de haut en bas. Au XXI siècle, avec les critères dérivés de l’affirmation « il n’y a pas de science du réel », la psychanalyse devra aussi savoir devenir le partenaire-sinthome de cette science qui ne peut qu’effacer la page blanche du réel de l’inconscient avec l’écriture de ses nouveaux semblants.

Dans cette perspective, le rapport entre la psychanalyse et la science est lui-même un rapport qui ne cesse de ne pas s’écrire, et c’est avec ce réel insistant que le désir du psychanalyste doit trouver aujourd’hui sa boussole dans le combat épistémologique où il sera toujours convoqué.


* Intervention au Parlement de Lyon du 18-19 septembre 2010 sur Critères de scientificité de la psychanalyse. Le combat épistémologique. Contribution dans le cadre du Laboratorio de la Universidad Jacques-Lacan sobre Criterios Científicos y Psicoanálisis, de Barcelone, dont sont assesseurs Guy Briole et Vicente Palomera, avec la participation de : Anna Aromí, Neus Carbonell, Xavier Esqué, Eduard Fernández, Erik González, Héctor García, Susana Narotzky, Iván Ruiz, Marta Serra, Araceli Teixidó, Leonora Troianovski et Rosalba Zaidel.

[1]Miller J.-A., “Semblants et sinthome”, La Cause freudienne, nº 69, p. 130.

[2] Tel que Lacan l’avait proposé par exemple en 1975 dans “Peut-être à Vincennes”, Autres écrits, Paris, Seuil, 2001, p. 314.

[3] Dans son Cours du 6 février 2008, dans TLN nº 378, Du neu-rone au nœud”.

[4] Jacques Lacan, “Discours de Rome”, Autres écrits, du Seuil, Paris 2001, p. 136.

[5] Cité par Bruce Rosenblum and Fred Kuttner, Quantum Enigma. Physics encounters consciousness, Oxford University Press, London 2006, p. 5. “It was not possible to formulate the laws of quantum mechanics in a fully consistent way without reference to the consciousness”.

[6] Rosenblum B. and Kuttner F., op. cit. p. 42. (La traduction est notre).

[7] Rabelais F., Pantagruel, Lyon, François Juste 1542, p. 34-35.

[8] Edelman G. and Tononi G., A Universe of Consciousness. How matter becomes imagination. Basic Books, 2000. En espagnol, El universo de la conciencia, Ed. Crítica, Barcelona 2002, p. 265-266. (La traduction est nôtre)

[9] Dans son Séminaire du 27/04/1966: “Autre petite lecture, genre distraction, pour lire sous la douche, comme on dit, il y a un excellent petit livre qui vient de paraître sous le titre : Paradoxes de la conscience, rédigé par quelqu'un que nous estimons tous, j'imagine, parce que nous avons tous ouvert, à quelque moment, quelques-uns de ses livres, nourris de la plus grande érudition scientifique, qui s'appelle Monsieur Ruyer”. Cité dans Index référentiel “Science(s)”; “scientifique(s)” dans l’œuvre de Jacques Lacan, fait par Cercle Uforca-Lyon, p. 107-108.

[10] Ruyer R., Paradoxes de la consciente et limites de l’automatisme, Paris, Albin Michel, 1966, pp. 17 et 21.

[11] Ibidem, p. 111.

[12] Lacan J., “Vers un signifiant nouveau”, Ornicar?, 1979, 17/18, p. 21.

[13] Voir son “Esquisse d’une psychologie scientifique” de 1895 : « C’est l’intention de fournir une psychologie scientifique [naturwissens-chaftliche], c’est-à-dire de présenter [darstellen] des processus psychiques comme états quantitativement déterminés de parties matérielles pouvant être montrées [aufzeigbar] et de les en rendre intuitifs et de leur ôter toute contradiction ». Sigmund Freud, Gesammelte Werke, Nachtragsband, Francfort, Fischer Verlag, 1987, p. 387.